Sunday, January 31, 2010

El poder de la política

Javier Treviño Cantú
Publicado en la revista Conocimiento
Enero de 2009

La era de la transformación

Reflexionar acerca de conceptos como el poder y la política representa un ejercicio que, si bien implica referirse a términos conocidos y hasta cierto punto “familiares” que en diversos sentidos no han cambiado a lo largo de la historia, también nos lleva a reconocer la notable transformación que su significado está adquiriendo en la actualidad.

En este contexto, el concepto del poder político en el mundo “occidental” ha formado parte de una larga tradición del pensamiento moderno, que sobre todo se basaba en la acción de gobierno como una relación formal y legítima de mandato-obediencia entre gobernantes y gobernados, a través del poder concedido por la libre voluntad de los ciudadanos. Esta concesión del poder ciudadano al gobierno elegido democráticamente, se debía a la necesidad primordial de construir y mantener un orden que, ante todo, evitara el conflicto para garantizar una paz duradera.

La existencia de estas condiciones básicas eran referentes indispensables para la gobernabilidad de una nación. Por lo tanto, la gobernabilidad hace alusión a las capacidades requeridas a los gobiernos (ya sean éstas jurídicas, fiscales, administrativas, de diseño de políticas o de autoridad política) para dirigir a sus respectivas sociedades.

En la actualidad, los conceptos que sustentan la base de la doctrina del poder del Estado moderno están transformándose para adecuarse a los nuevos tiempos, caracterizados por la velocidad y la constancia del cambio como factor estructural de la acción de gobierno.

La “fragmegración” del poder

El reconocido politólogo estadounidense James N. Rosenau acuñó hace algún tiempo el concepto de la “fragmegración”, para tratar de sintetizar una de las paradojas de las tendencias asociadas a la globalización. En síntesis, se refería a los procesos simultáneos que estaban propiciando una fragmentación de los espacios de decisión política a escala global y, a la vez, una concentración de los efectos de dichos fenómenos a nivel local. Eventualmente, este análisis contribuiría al desarrollo de la idea de lo “glocal” como referente fundamental de la nueva realidad que se vive.

Este mismo concepto resulta útil para reflexionar sobre algunos de los cambios observados respecto a la noción de lo que constituyen el poder y la política. En el caso del primer concepto, por ejemplo, lo que se ha registrado es una tendencia a la fragmentación del poder que anteriormente detentaban en forma cuasi exclusiva los Estados en el escenario internacional, y los gobiernos centrales en los países, junto a una revalorización de los distintos tipos de poder que debe contemplar e integrar un Estado determinado para promover sus intereses o alcanzar un fin específico.

En el turbulento paso del siglo XX al XXI, desde hace aproximadamente dos décadas la globalización ha traído consigo un nuevo paradigma no sólo conceptual, sino principalmente operativo, que está llevando a la redefinición de nuevas reglas de convivencia política, económica, social y cultural para todos. A su vez, el poder se ha fragmentado ante el surgimiento de nuevos actores, formales e informales, con capacidad de ejercer influencia significativa sobre otros grupos políticos, económicos, sociales y culturales.

Por una parte, el poder geopolítico está pasando por un desplazamiento relativo de “occidente a oriente”, de los países más desarrollados hacia las llamadas “potencias emergentes”, por el crecimiento económico acelerado que han registrado en los últimos años países como China o la India, así como aquellas otras naciones en desarrollo que hoy se concentran en el “Grupo de los 20”, incluyendo a México.

A pesar de que se considera que Estados Unidos sigue siendo la única “superpotencia” mundial por su predominio militar, y que la Unión Europea constituye un caso particular por su dimensión “supranacional”, los nuevos equilibrios de poder económico y financiero a escala global han conducido a que los países agrupados en la cuenca oriental del Pacífico ganen mayor poder, frente a los que se ubican tradicionalmente en el occidental Atlántico.

Por otra parte, si bien los Estados siguen siendo los actores predominantes del sistema internacional, es un hecho que su poderío también ha dejado de ser exclusivo frente a un amplio número de actores no-gubernamentales con una evidente capacidad de influencia. Sin afán de hacer un listado exhaustivo, cabría mencionar entre ellos a las grandes empresas de alcance global; los medios de comunicación con una cobertura igualmente global; individuos “superempoderados”, ya sea por sus capacidades financieras, como Bill Gates de Microsoft, o por su condición de “celebridades con conciencia social”, como el cantante Bono, cuyos respectivos esfuerzos, por ejemplo, han contribuido a replantear toda la agenda de cooperación internacional hacia África; y organizaciones sociales dedicadas a la promoción o defensa de temas específicos, como los derechos humanos en el caso de Amnistía Internacional, o Greenpeace en el de la protección del medio ambiente.

Desafortunadamente, a este listado es necesario añadir el de otros actores no-legítimos, pero con un indisputable poder “fáctico”, como sería el caso —entre otros— de las organizaciones terroristas y criminales transnacionales.

A la vez que ello ocurre en el escenario mundial, el poder que anteriormente detentaban a nivel nacional en forma casi exclusiva los gobiernos centrales, ahora es “compartido” por otros actores, tanto legítimos como fácticos. Así, en el caso de nuestro país, por ejemplo, durante los últimos 20 años el poder prácticamente omnímodo que alguna vez detentó la Presidencia de la República se ha “atomizado”.

En la actualidad, el Gobierno Federal comparte y, por lo tanto, debe establecer nuevos equilibrios de poder con las dos cámaras del Congreso de la Unión, el Poder Judicial de la Federación, así como con un creciente número de instituciones autónomas, como sería el caso del Banco de México o el Instituto Federal Electoral. Lo hace igualmente con todos los gobiernos de los Estados y, también, de algunos Municipios que, por su dimensión territorial o demográfica, detentan un peso específico significativo y —por supuesto— los partidos políticos.

En ciertos ámbitos, su poder de decisión incluso debe considerar la influencia de actores externos, señaladamente el de países como los Estados Unidos, por los estrechos vínculos existentes en materia económica y comercial, social y, en forma cada vez más notable, de seguridad regional; o el de los múltiples organismos multilaterales al que pertenece, así como el de las instancias jurídicas internacionales a los que se ha sometido por voluntad soberana, como sería el caso de la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

A la vez, también debe competir con las versiones equivalentes a nivel nacional de los mismos actores legítimos que hoy conforman el sistema mundial —empresas, medios de comunicación, organizaciones sociales y ciudadanía empoderada por las tecnologías de la información y comunicación instantánea—, al igual que los poderes fácticos, en especial las organizaciones del crimen organizado, dispuestas a retar la soberanía y el monopolio legítimo de la fuerza por parte del Estado.

En lo que respecta a los tipos de poder, en este mismo tiempo la noción ha dejado de enfocarse únicamente en sus aspectos “duros”, para dar paso a la concepción de un “poder suave” y, en especial, de un “poder inteligente” que idealmente permitiría ambas cualidades.

Históricamente, el poder nacional se ha relacionado con factores “duros”, como sería la dimensión demográfica de un Estado, su extensión territorial y/o ubicación geopolítica, el tamaño o eficiencia de su economía y capacidad comercial, su disponibilidad o acceso a recursos naturales estratégicos y, sobre todo, su fuerza militar. Estos elementos siguen determinando en buena medida el poder en la actualidad. Sin embargo, la globalización también ha hecho que cobren mayor importancia otros aspectos, considerados como “suaves” por estar vinculados al aspecto cultural de una sociedad.

En este sentido, destacados autores han insistido en que la diferencia radicaría no en la capacidad con que cuente un Estado determinado para imponer sus intereses o lograr sus objetivos mediante el uso directo de la fuerza o acciones coercitivas de otra naturaleza, sino de hacerlo a través del convencimiento generado por el aprecio y respeto de otros actores debido a cuestiones como la calidad de sus instituciones, la legitimidad de sus acciones respecto a la consistencia de sus valores, o la capacidad de proyectar la vitalidad de su cultura a través de una vigorosa diplomacia pública. En suma, a su “poder suave”.

Ahora, desde los círculos académicos y los gobiernos de algunos países, también se plantea que la suma o la aplicación de estas dos capacidades en forma integral, derivaría en un “poder inteligente”.

Descentralización política y administrativa

Desde finales del siglo XX, el Estado moderno, tal y como se constituyó en los últimos tres siglos, inició un proceso de cambio que le permitiera adecuarse a las nuevas condiciones y recuperar los espacios cedidos y el poder perdido frente a otros actores; en otras palabras, la gobernabilidad. Ante las crisis económica y fiscal de la décadas de los ochenta y los noventa, a la que se enfrentaron varias economías en el mundo, incluyendo a México y otras de América Latina, comenzó a discutirse la necesidad de impulsar una reforma del Estado.

Si bien la discusión se centraba en la legitimidad de los gobiernos; ahora también importaba, y quizá aún en mayor grado, su capacidad para gobernar o su eficacia directiva para administrar de manera eficiente el bien común y garantizar servicios públicos de calidad.

La descentralización política y administrativa fue la respuesta que muchos países adoptaron como punto de partida de sus respectivas reforma del Estado. Los tipos y grados de descentralización, o desconcentración, han variado ante la multiplicidad de casos que se han registrado en el mundo. No obstante, debido a que en un inicio la discusión fue impulsada y dirigida particularmente por organismos financieros internacionales —como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la OCDE—, esta primera generación de cambios estuvo marcada por un carácter homogéneo de los mismos, ya fueran éstos adoptados por países desarrollados o en desarrollo, en el marco del llamado Consenso de Washington, el cual propugnaba por otorgar prioridad a la dimensión financiera de la crisis del Estado, sobre todo a la apertura comercial y el ajuste fiscal, a través de la simplificación administrativa y la reducción del aparato gubernamental.

A fines de los años noventa, la experiencia de algunos países dio cuenta de que más que un Estado disminuido, se requería de un Estado reconstituido con base en sus propias capacidades y posibilidades. Por lo tanto, la segunda generación de reformas adquirió un carácter heterogéneo que, al menos en una buena parte de los países de América Latina, se concentró en tres puntos específicos: la consolidación de la democracia, el crecimiento económico, y la reducción de la desigualdad social, quedando claro que el desarrollo institucional era la base sobre la que habría que edificar el desarrollo económico de los países latinoamericanos.

Para lo anterior, se proponía la reforma del aparato administrativo hacia nuevas formas de gestión pública, partiendo del reconocimiento de la gran brecha que existe entre los políticos y los administradores; entre los diseñadores de la política pública y aquellos responsables de ponerla en práctica; es decir, entre la formulación de políticas y la implementación de las mismas. La falta de comunicación y de coordinación entre estos dos nodos de poder gubernamental ocasionaba ineficacia, ineficiencia y servicios públicos de mala calidad, con el consecuente descontento de los ciudadanos.

La descentralización fue entonces vista como la opción más viable para poder zanjar esta brecha entre políticos y operadores, redimensionar el aparato gubernamental, reducir costos, delegar responsabilidades hacia unidades de gestión más pequeñas (ya sea estatal, municipal y/o local), a partir del reconocimiento de que entre más cerca se esté del conflicto que se quiere resolver, mejor se conocerán sus posibles soluciones. Ello ha llevado a la consideración del empoderamiento y responsabilización de la ciudadanía como forma de solución de los problemas públicos.

Desde esta óptica, la acción del gobierno está buscando tener mayor claridad acerca de aquellos criterios relevantes que le permitan juzgar su eficacia, su eficiencia y la calidad de los servicios que ofrece a través de la consideración de los siguientes elementos: 1) qué se hace; 2) quién lo hace; 3) cómo lo hace, 4) con cuántos recursos lo hace y, lo más importante, 5) para quién lo hace. Este proceso de planeación y evaluación ha dejado claro que los funcionarios públicos se encuentran frente a relaciones inter e intragubernamentales cada vez más complejas, producto de la convivencia simultánea de procesos de descentralización, regionalización y globalización.

Gobernabilidad corresponsable y gobernanza

Ello ha traído consigo la natural dispersión en la toma de decisiones, que sólo habrá de encontrar solución a través de la coordinación horizontal y/o vertical de políticas en el gobierno, de marcos legales claros y acotados, de la transparencia en la acción del gobierno y de la rendición de cuentas claras a la sociedad. Pero, más importante aún, de una nueva concepción del poder a través de la concesión del mismo a la ciudadanía por medio de su participación en los asuntos públicos, tanto desde el punto de vista financiero, como de gestión, e inclusive del diseño y formulación de las políticas públicas. Por lo tanto, las nuevas formas de acción del gobierno que aluden a sus nuevas capacidades, y en específico al proceso de gobernar, deben incorporar la gobernabilidad y la gobernanza, a través de la participación responsable de la ciudadanía en la solución de los asuntos públicos. Con ello, la antigua consideración del poder político como garante de una gobernabilidad orientada a lograr una paz absoluta y un orden estricto, parece haber quedado rebasada.

Justamente aquí es donde reside el nuevo poder de la política: en construir los canales y los mecanismos institucionales y legales que promuevan, bajo este enfoque de gobernanza, nuevas formas de gestión de los asuntos públicos con base en la participación ciudadana, y la de los nuevos y múltiples actores que se entrelazan en un mundo regido por el cambio constante y la convivencia con el conflicto constructivo y promotor de mejoras continuas. En este sentido, más que frente a la fragmentación del poder, estaríamos ante un nuevo escenario determinado por el poder compartido, entendido como sinónimo de corresponsabilidad política y ciudadana.

Saturday, January 30, 2010

Políticas públicas y vinculación ciudadana

Javier Treviño Cantú
Reunión con el consejo de Vertebra
28 de enero de 2010

Me da un gusto muy especial tener la oportunidad de asistir a esta reunión de Vertebra. Ante todo, hoy estoy aquí, para reafirmar el compromiso del Gobierno de Nuevo León, de fortalecer los canales de vinculación institucional con todas las organizaciones ciudadanas dedicadas a trabajar constructivamente para impulsar juntos el pleno desarrollo de nuestro Estado.

Tenemos claro que, para avanzar con la eficacia que se necesita, necesitamos trabajar unidos, junto con toda la sociedad, incluyendo por supuesto a organizaciones civiles como Vertebra.

Esta convicción se basa en el reconocimiento de los trascendentes cambios que hemos vivido en los últimos años.

Durante las últimas dos décadas se han generado profundas y aceleradas transformaciones, prácticamente en todos los ámbitos de la actividad humana.

Sin embargo, también debemos reconocer que, en muchos sentidos, la velocidad de estos cambios, ha sido notablemente mayor a la capacidad de comprensión, reacción y adaptación de los gobiernos democráticos tradicionales, que anteriormente se caracterizaban por centralizar el poder.

En México, desde los años ochenta, la crisis económica y fiscal, así como la exigencia social para fortalecer una democracia efectiva, fueron algunos de los detonadores que impulsaron un proceso de reforma del Estado que —como lo hemos visto estos días en las discusiones sobre la reforma política que se están llevando a cabo en el Congreso de la Unión— sigue vigente hasta la fecha.

Si bien esta gran Reforma del Estado todavía está inconclusa, también es un hecho que dio origen a cambios relevantes y positivos, como son la descentralización política y administrativa del país, y la democracia representativa.

Sin embargo, ahora tenemos que pasar a una nueva etapa.

Tenemos que construir una nueva etapa de desarrollo político y social, caracterizado sobre todo por la participación coordinada de todos nosotros.

No existe una práctica anterior que preceda esta nueva forma de hacer gobierno y de hacer política, por lo que tenemos que ir construyéndola juntos.

En este proceso, el objetivo que debemos plantearnos, es transformar la democracia representativa en una democracia participativa con un nuevo esquema que surja “de abajo hacia arriba y que enriquezca la descentralización política y administrativa.

A pesar de que en el pasado han existido numerosas iniciativas de participación ciudadana, por lo general éstas han respondido a demandas específicas. Por ello, cuando se resuelven o pierden visibilidad, las organizaciones desaparecen, o por lo menos disminuye su entusiasmo para seguir impulsándolas.

En este sentido, muy pocas se han institucionalizado, debido a que los procesos administrativos y los de toma de decisión han mantenido esquemas tradicionales, donde estas iniciativas no han encontrado acomodo.

Por lo tanto, los riesgos de una dispersión de esfuerzos en torno al bienestar social, pueden debilitar su impacto.

Por eso, lo que estamos haciendo en el Gobierno de Nuevo León, es tratar de generar una nueva forma de gestión pública, basada en la integración, la transversalidad y la corresponsabilidad.

Por un lado, estamos trabajando para que la definición sectorial de las políticas públicas, junto con la gestión segmentada y especializada de acciones, empiecen a reorientarse hacia procesos basados en una formulación integral y una gestión horizontal de las políticas públicas.

Específicamente estamos impulsando cambios para que, en lugar de la rigidez que caracterizaba a las políticas tradicionales, vayan ganado peso los planes transversales, definidos a partir de criterios territoriales (como serían barrios rezagados), temáticos (por ejemplo, exclusión social o zonas con alto grado delictivo), por rangos de edad (pequeña infancia, personas mayores, etc.) o de grupos poblacionales (personas discapacitadas, familias con un sólo padre o madre, etc.).

Con esto, el Gobierno de Nuevo León reconoce la brecha que ha existido en los últimos años, entre la retórica del discurso político, y la realidad de la participación ciudadana.

Por ello, quiero asegurarles que estamos trabajando en el fortalecimiento de los mecanismos institucionales que apoyen, vinculen y refuercen la participación ciudadana.

No obstante, por definición, esta tarea no puede ser completada, ni tener un carácter integral, o funcional, si no se hace en estrecha coordinación con la propia ciudadanía; con organizaciones no gubernamentales como Vertebra, y muchas otras asociaciones civiles; fundaciones del sector privado; e inclusive instituciones internacionales.

Así, la intención de este Gobierno, es convertirse en un eje articulador de la acción pública que:

1. Genere un ambiente propicio para el diálogo, y la generación de acuerdos entre el gobierno y la ciudadanía que, a su vez, garanticen mayor responsabilidad de todos los actores que participan en el diseño y la implementación de las políticas públicas.

2. Aplique mecanismos objetivos de evaluación, para realizar con oportunidad los ajustes que sean necesarios.

3. Promueva la construcción de redes de política pública local para garantizar la corresponsabilidad.

4. Gestione los arreglos institucionales y jurídicos, para que los acuerdos alcanzados cuenten con un marco de certidumbre, confianza y continuidad.

5. Profesionalice cuadros de servidores públicos con capacidad para dar seguimiento a las políticas públicas que se definan con base en los acuerdos.

Estamos ante un proceso de aprendizaje gobierno-ciudadanía de gestión corresponsable de las políticas públicas, en el que es necesario el reconocimiento, la aceptación y la integración de la complejidad como un elemento intrínseco al proceso político, al igual que la incorporación de nuevos roles y nuevos actores a la actividad política local.

Por ello, estamos convencidos que la participación social sólo podrá avanzar en la medida en que los distintos actores se muestren dispuestos y capacitados a adoptar los nuevos roles que este nuevo escenario exige.

No estamos sólo frente a un cambio meramente organizativo, instrumental, o formal; sino que estamos ante un cambio de carácter ético y cultural, que nos atañe a todos, y que habrá de dar frutos sólo a través de la participación activa y responsable de todos nosotros.

Para ilustrar este trabajo al que he hecho mención de generar una nueva forma de gestión pública, basada en la integración, la transversalidad y la corresponsabilidad, quisiera tomar como ejemplo un reto que nos preocupa, y nos debe ocupar a todos, y que es el problema de la inseguridad.

El problema de la inseguridad es un problema complejo e integral, que por lo tanto requiere una solución igualmente integral.

A diferencia del modelo tradicional que intenta atender el problema solamente bajo un esquema de fuerza pública, el enfoque que estamos planteando en Nuevo León toma como elemento central reconstruir la confianza y la cohesión social.

En este plan, además de las acciones que se requieren de reestructuración e integración de mandos, de reestructuración, dignificación y profesionalización de la fuerza pública, y de reforma al sistema de seguridad pública y justicia penal, incorporamos un elemento que es fundamental y que plantea un área en particular en donde organizaciones como Vertebra y el Gobierno no solamente podemos, sino que debemos trabajar juntos.

Este elemento es el de la participación ciudadana.